sábado, 11 de junio de 2011

Apocalypse Then

 - El Leo siempre tiene sueños así como post-apocalípticos, con mutantes y cosas raras.


Y quizás sea cierto, o al menos los sueños que hacen que hable en inglés en la noche o le pegue a mi desafortunado compañero en el bus o en el avión. Mal que mal, en algún rincón de mi cabeza el apocalipsis ya fue y estos son, en efecto, los días posteriores. 

La idea del post-apocalipsis, introducida en mi espectro cultural via Mad Max y Terminator 2, se selló en mi mente mezclada con la idea del estado represivo, del cuál 1984 y Brazil son sus exponentes más gráficos. Todo mezclado con la experiencia de crecer en dictadura, las noches de cielo rojo en invierno y esa sensación de tener que llegar a casa temprano porque Algo iba a pasar en la noche, de los días alejado de las ventanas porque Algo podía entrar rebotando desde la calle. Crecí así con el desvío conceptual de pensar que la distopia de 1984 era el apocalipsis, que el fin de la civilización y lo peor que le podían pasar a la humanidad era caer en una fase terminal de fascismo donde no se pueda opinar libremente o haya que quedarse forzosamente en casa durante las noches.

Todavía lo pienso.

Hoy desperté en el futuro, pensando en el futuro como lo imaginaba en esas noches de cielo rojo hace ya más de veinte años. Con pijama nuevo, uno de esos pijamas "de adulto" que sugieren la vestimenta de un lunático más que la vestimenta de un niño (las alternativas locales en pijamas para adulto son básicamente estas: el manicomio o la infancia), me levanté temprano y vi salir el sol por entre los albos edificios, que lentamente reemplazan cancerígenamente a las casas de mi comuna amada. Viviendo en altura, en un espacio pequeño, escasamente decorado y coloreado de un blanco refractante, el opuesto práctico del amarillo absorvente de mi infancia, me levanté y miré el amanecer. En mi mano, una tableta de material sintético, capaz de contener cualquier texto de la historia de la humanidad, en escasas 10 pulgadas. La biblioteca infinita en un espacio mínimo, tal y como la soñé de niño. Más allá, en el velador, otro aparato, con el que escucho música y que además contiene dentro de sus aplicaciones un mapa de la tierra, alterable a cualquier escala. El mapa perfecto no se parece en nada a como lo imaginaba en mi infancia.

Podríamos saberlo todo. O, al menos, podríamos saber cualquier cosa. Podríamos estar haciendo mejores cosas, viviendo en mejores lugares, comiendo platos más ricos...podríamos estar planeando ir a cualquier lugar del mundo y nuestro paraíso no debería ser nada menos que un lugar único y personalizado. En vez, trabajamos por trabajar, queremos ir a los mismos lugares a compartir las mismas experiencias reproducidas en masa, como estampilla de certificación, una suerte de marca de ganado clase V o A, de esa que todos los supermercados proclamaban que era la unica que tenían en venta. Ilusiones todas. Imágenes todas, vendidas como tabla de salvación única y exclusiva.


Y si algo no tiene este mundo son cosas únicas y exclusivas. Acaso hay dos conceptos más reñidos y reunidos a la fuerza por nuestro sistema querido. El gusto por la exclusividad y la imposibilidad de lo único. De fondo, un axioma tan olvidado como evidente: la exclusividad suprema es la unicidad total, lo indecible, lo inefable, lo intraductible.


La experiencia humana.


Así deberían ser nuestros paraísos, nuestras utopías. Ahora, después del Apocalipsis. 

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