miércoles, 7 de noviembre de 2007

¿Y después?

Cuando Juan Manuel toca el suelo, en las afueras del edificio donde vivía, el suelo está haciendo cualquier cosa para evitar ser tocado. Se sacude frenético, como un epiléptico desenfrenado en pleno ataque o como Elvis en los 50's. Las cosas se precipitan en su afán de contener al suelo, de mantenerlo en su lugar, mientras la superficie se arranca, esconde su cabeza en las profundidades, crea para el efecto nuevas profundidades... la gente corre, grita,salta, chilla, si bien la mayoría para de hacerlo en cuanto se sitúa bajo el umbral de una puerta. No falta el pelotudo que se ubica bajo el umbral de una puerta automática y allá van los gritos nuevamente.
Es, un poco, el caos.

Y en medio de este caos camina un hombre intentando hacer sentido. Juan Manuel se mueve por la ciudad como sonámbulo en pantuflas, medianamente ajeno a lo que lo rodea. Seguro, de cuando en vez da un salto para eludir el casual terrón de escombros o practica un suave ballet entre las grietas, pero fuera de esto no da señales de ser un hombre en medio del cataclismo.
Más curioso aún es que no caminase con la desesperación que suele caracterizar a quienes van en persecución de una (ex?) pareja.
Quizás había sido el shock de todo lo que pasó y como fue que pasó todo junto, o quizás su cerebro se había entrampado en un anillo de Moebius al encontrarse tan de súbito aliviado del asunto de la loza esa. Como fuera, caminaba y buscaba, buscaba y caminaba...

Al principio era fácil, el vestido rojo con puntos era su clave de búsqueda. Después, la altura. Gabriela no era tan alta. La altura y el pelo corto en una mujer. La altura y el pelo corto en una mujer pálida vistiendo un vestido rojo con puntos blancos.
Pero nada.
Primero porque "no muy alta" le sienta al 60% de las santiaguinas. Segundo porque entre el susto y el polvo levantado, la gente con la que Juan Manuel se cruzaba se iba volviendo paulatinamente más blanca. Y tercero por la naturaleza de "El Evento".

Por años se hablaría de la peculiar forma del famoso sismo. Tras el tremendo remezón y el crescendo sostenido de su intensidad, El Evento hizo una pausa, marcó un silencio digno de sinfonía neoromántica y después acabó con un estruendo descomensurado. Todo lo que se había caído hasta entonces era esperable: latas de atún en los supermercados, remedios en las farmacias, tubos fluorescentes en las escuelas públicas, polvo en todos lados, el infaltable caballero en muletas. Nada del otro mundo. Uno, dos muertos por infarto y unos cuantos contusos por la caída de las latas de atún. La ciudad estaba preparada para el evento. Misión Cumplida.

Después el estruendo.
Tan Fuerte, Tan Colosal, que daba para pensar que ese era el terremoto, ese era el evento. Que todo lo demás había sido un preámbulo, un telonero. Pero no. El remezón final fue, más que un telonero, una bajada de cortina.
Y con la cortina cayeron edificios, casas, puentes. Quedó gente atrapada en lugares impensados y en los esperables, en túneles y en plazas públicas, en moteles y en centrales hidroeléctricas. Cayeron postes, se quebraron huesos, se dislocaron avenidas y se bisectaron cráneos. Un aluvión instantáneo sepultó a buena parte de los animales del zoólogico, las aves aprovecharon de huir y en la nueva cima del cerro sólo el camello se quedó a contemplar la ciudad en ruinas con su impasiblemente pacífica mirada de rumiante.
La ciudad se asemejaba, en la opinión del camello, que algo sabía de estas cosas, al rostro de un adolescente carcomido por el acné. No es la mejor de las metáforas, pero sí que es apropiada.

Juan Manuel no había parado ni cuando el terremoto hizo un alto siquiera. En ese fatídico minuto en que los santiaguinos suspiraron aliviados, salieron de los umbrales de las puertas, se volcaron a sus teléfonos celulares para asegurarse de que estuvieran intactos y quizás llamar a sus seres queridos, Juan Manuel seguía buscando a la chica del vestido rojo con puntos blancos. En algún lugar de su cabeza dos o tres neuronas se conectaron mediante un impulso eléctrico y pareció que Juan Manuel empezaba a pensar que quizás la verdadera razón por la que buscaba a Gabriela no era asegurarse de que no la hubiera sepultado un display de latas de atún, sino que quería decirle algo. Eso, quería terminar la conversación, no la relación, pero sí la conversación. Empezaba a pensar esto Juan Manuel cuando terminó el fatídico minuto. Los edificios cayeron y una nube de polvo se vino encima de la gente pálida de polvo y miedo, de los encabritados animales del zoo, y de Juan Manuel, tragándoselo enterito sin masticarlo.

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