sábado, 25 de septiembre de 2010

INTERLUDIO ESCRITO: En donde [EL Autor] os deja en mejores manos

Imagínese que está leyendo un libro delicioso donde nada hace sentido, pero no importa. Imagine que dicho libro está ambientado alrededor de los años 20, ciertamente en el siglo XX. Usted lleva algo así como treinta y tantas páginas (de una novela de ochenta a lo más) siguiendo a un par de personajes que buscan un extraño objeto del que sabemos sólo que fue robado, y que hay falsificaciones que van y vienen. Estamos en medio de esa trama de persecución cuando se nos dice que habrán de llegar refuerzos policiales, particularmente: el mayor Loostiló. Entonces esto:


Capítulo XV
El mayor Loostiló


El 7 de enero de 1464, una partida de mercenarios rebeldes atacó la villa de San-Martín-Sangrante. Cuando la tropa, formada por un barón venido a menos, un antiguo caballero de la orden de la Jarretera, siete soldados suizos y once ingleses tocados con el típico casco en forma de bacía, se disponía a cruzar la pasarela sobre el coqueto río, blanco agua arriba, rojo agua abajo, que dio nombre al lugar, una especie de bandolero, vestido con cueros y sin más arma que el rabo de un toro recién sacrificado, surgió de entre los árboles y arremetió contra los soldados con tanto arrojo que los puso en fuga.
Los siguió, y cuando se replegaban desbandados, uno a uno los arrojó al río, menos a los cadáveres.

—¡Los tiró, los tiró al agua! —decían los paisanos que acudieron a despojar a los muertos cuando todo hubo acabado.

Con ese nombre, Lostiró, se quedó. Deformado por la melodiosa pronunciación de los niños de aquella región de las Landas, el nombre pasó a ser Lustiró y luego Lustiló. Un lejano antepasado del mayor lo llevó a las Américas, donde se convirtió en Loostil O'Connor, que sonaba mejor. El abuelo del mayor era biznieto de Loostil O'Connor.
De nuevo afrancesado, el apellido se escribía Loostiló.

Pues bien, el mayor se llamaba Jacques, Jacques Loostiló, claro. Usaba tarjetas de visita con el nombre de Jean Dupont, pero eran robadas; requisadas, mejor dicho, ya que él era policía; policía en la reserva, desde luego: una especie de detective privado con poderes de comisario multiplicacionario de la policía judicial.
Físicamente parecía un perfecto idiota: frente baja, pelo greñudo, un ojo torvo y el otro de cristal, labios finos de rictus satánico. Vestía con prendas largas, conservaba todos los dientes y profesaba un amor desmedido por el tinto peleón.
En lo moral podemos decir que el mismo magma volcánico parecía frío comparado con el candente fuego de su mente genial. Rara vez, sin embargo, decía lo que pensaba.

Concluyamos añadiendo que era virgen y practicaba jiu-jitsu... o yudo, como se dice ahora.

Señoras y señores, Boris Vian, a sus veintidós años, A Tiro Limpio.

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