jueves, 23 de septiembre de 2010

QUINIENTOS CINCUENTA Y CINCO: Grafomanía.

el afán compulsivo por escribir, derivado a los niveles psiquiátricos de escribir palabras sueltas, sin conexión aparente, de no poder parar de escribir. Los aires de escribanos que tienen algunos, los pueriles espasmos de escritor que tienen otros.

Todas las anteriores. Cada una por sí sola.


Acabo de terminar mis tareas de la semana. La última, precisamente, escribir un post para la discusión virtual de la clase de mañana. En algún punto, dije algo así como:

"Si bien encuentro que el autor se pasa de revoluciones, no creo que sea "mucho". No creo que exista tal cosa como "mucho"cuando se trata de un texto. La total libertad de juego en su definición por diferencias es quizás la característica fundamental de la escritura".

Líneas que después borré porque me salía un poco del tema de mi post, pero que reproduzco para usted, en versión Escenas Borradas y traducida al flamante español. Y es la pura y santa nada más. Al menos mi pura y santa. Escribir es, aparte de la compulsión y la manía, el gusto de entrar a un espacio donde todo es posible porque nada existe como tal. La primera y más firme de las realidades virtuales, la escritura es ese acto de transportación en que dejamos atrás esta cruda materia y nos volvemos los seres luminosos que decían por ahí que nos volveríamos algún día. Dialogamos y nos escribimos, argumentamos sobre temas y nuestras cartas, las mejores cartas, giran en torno a distintos ejes gravitacionales, como la Tierra y la Luna. Seremos, tú y yo, algún día, uno entre Otra Gente. Uno o dos en franco e ilimitado dialogo.

Es, mediante estos signos, acá o en cuadernos, envoltorios o manteles de papel que nos aferramos a decir algo, a arañar la existencia con el ímpetu de dejar una marca visible, como en la espalda de una amante o en el registro alterado de las cosas. Decir, así "Este era yo, cuando estuve aquí. Acuérdate".

Quinientos cincuenta y cinco posts después este ya no es el humilde espacio para configurar la realidad ni el diario para que mis amistades se enteren de lo que estoy haciendo en un país lejano a ellos. No me importa que la gente no me deje comentarios, aunque me sorprende los muchos comentarios que me llegan, de lados francamente inesperados, por otros medios. Escribo para mí, y también para los pocos lectores recurrentes, los que intuyo por sus referencias en conversación y los que francamente me interrumpen una anécdota diciéndome que ya la leyeron. Mi lector ideal eres tú, por supuesto, que estás leyendo ahora. Siempre lo has sido, por más que yo haya estado, a ratos, lejos de ser tu escritor ideal. A veces lo hemos hecho todo bien, ciertamente. Leernos así, escribirnos así, es un continuo tan dislocante y liberador que se me antoja un milagro cotidiano. De esos que están pasando siempre y que como tal se nos han hecho ligeramente invisibles.


Mirando atrás a todo lo que se ha sucedido en estas líneas, y a todo lo que ha sucedido allá afuera, más allá del margen, las personas que han ido y venido y vuelto y desaparecido y transfigurado y teletransportado a lo largo de estos cinco años, a la persona que se sentó en la cama que ya no es más la suya en un departamento que ya no es ni suyo ni de la cama en cuestión y tipeó "Como si siempre estuviéramos empezando, de nuevo" a modo de prueba, no puedo dejar de preguntarme qué fue de él, dónde se quedó, adónde se fue. "Como si siempre estuviera empezando de nuevo".

Estos cinco años han sido, por supuesto, un milagro. Todos los días lo son, como si siempre estuviéramos empezando. Así es el afán.


De nuevo,

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