miércoles, 25 de julio de 2007

Para no ser un viejo loco...

Los límites de la consciencia humana son, claramente, un terreno poco claro. Motivo de especulación y escepticismo, las supersticiones se aparecen como telarañas para aquello que el hombre de ciencia asegura iluminar con fuegos fatuos. Más allá de este vaivén constante entre la intuición y el dato duro, hay ciertas constantes que se dejan ver hasta por el menos entrenado de los ojos. Por ejemplo, las historias que rodean la muerte de alguien; intrincadas coincidencias o aciertos telepáticos, cada vez que alguien muere su memoria se recubre de historias: gente que jura haberse encontrado con el muerto cuando ya era físicamente imposible hacerlo, o toda esa gente que se acordó del difunto "justo" el día de su partida.
Hace poco más de un siglo era amplíamente aceptado que una prerrogativa de los enamorados era poder sentir lo que el otro estaba haciendo cuando, por motivo alguno, la distancia los separaba. Hoy, por supuesto, tamaña capacidad se ha atrofíado, como quién sabe cuántas otras, porque "para algo existe el celular".

Mi querido Diario: el futuro es, supuestamente, imprevisible. Quizás algún día sea un aporte para la comunidad intelectual y quizás algún día mi voz tenga alguna suerte de peso entre la historia de las personas que dejaron de hacer cosas trascendentes para tratar de imaginarlas. Y quizás después de todo eso llegue el día en que mi cabeza, inevitablemente, deje de funcionar a la velocidad de siempre y sea hora de retirarme a mirar el río correr. Para entonces, cuando digan que con los años perdió la cabeza, que dejo que los tornillos se le soltaran un poco más de la cuenta y se puso místico, despotricando contra cosas tan imprescindibles como un aparato de telefonía móvil, para ese entonces podremos mirar atrás y decir que no se volvió un viejo loco y que la edad no tuvo la culpa de esas ideas tan trilladas en su excentricidad.






Los tornillos los tuvo sueltos siempre.

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