sábado, 12 de noviembre de 2011

UNO (2.0)

Llueve. 
De esas lluvias que se apegan a los vidrios, cambiando la calidad de la luz, deslizándose por los vidrios como pequeños pulpos de juguete o como alguien aferrándose desesperadamente a un cerro, inevitablemente yendo cuesta abajo.

Adentro está todo en cajas, ya. Casi todo, el hervidor de agua, la radio, el computador se resisten, pactan secretamente la hegemonía de los artículos caseros. El televisor se fue al exilio, junto con su dueño. Cosas de hombres. 

Pocas cosas desinfectan el alma mejor que una buena mudanza. Con todos los pasos característicos de una buena desinfección. El momento en que la herida se limpia, el ardor de aplicar una suerte de purgante, el momento en que la herida aparece viscosa, más abierta que nunca. El dolor y el alivio. El departamento, así desinfectado de todo trazo de la memoria, se vuelve un espacio diferente. Los recuerdos se cristalizan desde los bordes, prometiendo formar una costra que dará paso a la respectiva cicatriz: así, casi invisible, quedará la marca que diga que Este Lugar Ya No Es El Mismo. Las mejores cicatrices son así, sólo las pueden ver los que saben que están ahí.

Tamara y Pamela hablan en voz baja. Los departamentos vacíos tienen esa acústica especial que amplifica todo, dándole un toquecito metálico a cualquier exclamación de sorpresa. Prefieren evitar perturbar el orden de las cosas lo más posible. Pamela sabe todo lo que le está costando esto a Tamara, todo lo que le costó finalmente asumir que las cosas ya no iban a cambiar y que por ende era hora de partir a otro lado, a cualquier otro lado. Tamara sabe que Pamela podría haber ido a cualquier otro lado, pero eligió estar ahí con ella. A pesar de todo.

Dos horas atrás, cuando la lluvia recién era de esas cosas que pueden apreciar los que han vivido por años en climas desérticos, Tamara peleaba contra una de las cajas, la que tenía escrito en plumón a un costado "Cachureos". Era la primera caja que había armado, cuando todo esto todavía podía disfrazarse de aventura, y el mejor testigo era que había dibujado cuidadosamente el rótulo, imitando el logo del programa de televisión infantil que más le recordaba a su infancia. No era su favorito, ni con mucho menos; Tamara siempre fue de ver los documentales en la cama con sus papás, pero era el programa que sus compañeros veían, al que habían ido en un paseo de escuela y, ciertamente, el que más tema de conversación le daba en sus citas o con sus amigos.

A MÍ ME COMIÓ EL TIBURÓN DE CACHUREOS

Debería haber una polera, deberían haberle regalado una polera con ese estampado y la foto del momento mismo en que el individuo cubierto con un traje de goma espuma de dos metros y medio se abalanzaba sobre su presa, un niño mitad sorprendido mitad taciturno (100% confundido) que dejaba de escuchar el griterío de los más de cincuenta otros niños en el estudio y se encontraba en un espacio encerrado, sintiendo una extraña humedad, producto ciertamente de la transpiración de quién fuera que estuviera debajo de ese traje, sintiendo que el único grito que persistía era el suyo, palpando una oscuridad profunda que parecía volverse viva y ponerle la mano en la boca para decirle:

- Ya, cállate, cállatecállate. Porfavorcállate, cállate si no pasa nada.

La vida estaba llena de experiencias así de desilusionantes, demasiadas voces cortando la tensión genuina con un "si no pasa nada", pero para Tamara esa había sido la primera.

- Supe después que al tipo que estaba dentro del traje lo metieron preso por pedófilo.

Mentira, pero otra de las cosas que Tamara había aprendido gracias a Cachureos y a contar repetidamente su anécdota era que a la gente no le interesan las historias donde el protagonista no pasa por mayores riesgos. Como tal, lentamente iba agregando detalles, cada vez cambiando más un rasgo, atenuando menos una sensación. Todo dependía de la audiencia. A veces el hombre del traje la manoseaba en la oscuridad, lo que podía traducirse en su pudor y recato hacia todas las cosas relativas al sexo o en su liberalidad y enfrentamiento franco de todas las cosas relativas al sexo. Todo dependía del contexto.

- Hueón, a  me intentó violar el tiburón de Cachureos, ¿qué mal nos va a hacer intentar esto?

Otras veces, como cuando conoció a Pamela, no había un hombre tras el traje, sino una mujer.

- Y ahí, con siete años, me di cuenta que las mujeres siempre íbamos a estar en segundo plano en este país. ¿Cachai o no? No podían decir que había una mujer detrás del traje porque sino nadie se iba a asustar. Habrían tenido que ponerle chapes y una rosita o algo. Así no se puede.

De esa conversación habían pasado diez años ya. Tamara, la universitaria, trataba de hacerlas de la mujer madura y concientizadora; y creía, genuinamente a sus veintidos años, que era su responsabilidad esparcir la mayor cantidad de historias sobre la desigualdad y el machismo, para así algún día acabar con esas cosas. Era su cruzada personal, y personalmente además esa, de todas las noches, quería impresionar a Pamela, la escolar de diecisiete, que miraba todo con sus ojos enormes, como si respirar le pareciera un acto sorprendente, o como si la hubieran estado perpetuamente descubriendo en Algo Malo.

No era tan así, pero Tamara tenía claro que esa era la pendeja con la que se estaba acostando Eduardo. 

(aquí vamos de nuevo)


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