martes, 29 de noviembre de 2011

Recursivamente de viaje

Llegué a mi ciudad favorita del mundo. Del mundo que conozco, claro. Y estoy un tanto cansado, en parte porque anoche me acosté tarde, hoy me levanté temprano, viajé y la experiencia del viaje (iterada como nunca este año) ha perdido un poco su encanto... un poco como jugar al arco: cuando es un partido importante lo piensas desde antes y los nervios, los ricos nervios, hacen lo suyo desde antes para que todo tenga una pátina de sabor...la vida misma se hace más crocante. Pero los años pasan y juegas uno y otro y otro partido importante y de repente los ricos nervios no llegan sino hasta que la pelota rueda. Si es que.
Ahora me pasó un poco parecido, escribo desde aquí, pero es tan parecido a desde allá. Han sido casi cuatro años y esta ciudad ha cambiado tan poco que me doy cuenta por la familiaridad tras mis olvidos que soy yo el que ha cambiado tanto más...

Pero basta de lloriqueos. A este blog siempre la ha sentado ser una crónica de viajes. Así es que allá vamos...

Llegué tremendamente temprano al aeropuerto, las cosas de irme en transfer, pasé rápidamente por todos los trámites de rigor y me encontré sintiendo que era más joda (salvo por la PDI) volar a Copiapó que venir acá. Al pasar, el cartelito de "pasajeros a Estados Unidos serán especialmente registrados y no deben llevar wuawua wuawua wua wua" prosiguió la profesora de Charlie Brown, mientras el cartelito mismo me guiñaba un ojo.

Me senté a leer, frente a mí una muchacha británica, con cara de angustia, de aburrimiento y de no saber qué hacer con tanta espera, se contorsionaba en el sillón al tiempo que leía un best-seller y luego otro. Yo trabajaba. Sí, trabajaba, atacado por mi recientemente cultivado sentido de la ética profesional. Eso sí los ojos me decían que parara, que me iba a doler la cabeza, que iba a tener mi mítica jaqueca de despresurización.

Paré de trabajar y leí un par de cómics. Nunca aprendo.

El vuelo estuvo tranquilo, sin mucho que reportar. El asiento a mi lado (vacío al momento de chequearme) lo ocupó un chileno extremadamente gentil, que me ofreció el diario cuando lo terminó (a pesar de verme leyendo en el iPad - Thomas Pynchon Gravity's Rainbow), y después me pidió el lápiz para llenar los formularios de rigor. Más tarde aterrizaríamos y me preguntaría si acaso tenía señal, le dije que sí pero que había activado el roaming antes de partir. "Naturalmente", me respondió con el tono cortante de esa gente que ha sido tímida pero se ha decidido a ser sociable. ¿Así le sonaré yo a los demás? Pensé. No le dí mucha vuelta al asunto y me bajé del avión.

Pero antes...


Mi compañero de asiento, una vez en la loza del aeropuerto
Pero antes quiero reparar una vez en mi compañero de asiento. En algún punto próximo al aterrizaje se nos informa que por disposiciones sanitarias se aplicará un insecticida "que no es nocivo para los humanos" y que aparentemente están obligados a esparcir, por ley. Pasaron las azafatas, y ni me di cuenta casi, ni siquiera tenía un olor molesto. Mi compañero, en cambio, comenzó a toser. Y a toser. Y a toser.
Minutos más tarde seguía tosiendo. Supe entonces por qué era tan generoso y mezclaba los intentos de amabilidad con un cierto además cortante.


Mi romance con esta ciudad comenzó siendo yo un niño, por las razones más ridículas e infantiles de la vida. De niño me cargaba la piscina y las actividades de agua en general. No sabía nadar y me aburría sobremanera esa actitud de "pasémoslo bien, pero esta es la forma de pasarlo bien". Tras unos cuantos días conociendo la ciudad, mi padrino y su entonces novia (hoy su señora, sentada en el sillón frente a mí) nos invitan a un día de piscina, la diversión total y bla, bla, bla. Lo que sí, era un medio día de piscina, según como estuvieran las cosas. En algún momento alguien dice "si amanece nublado no importa, con tal que no llueva hasta las dos. Si llueve más allá de eso, no vamos y hacemos otra cosa". Y yo, pequeño e inocente, miré a los cielos, hice las súplicas del caso, hablé con las autoridades pertinentes y me entregué a mi suerte.
Mi suerte me sonrió, las autoridades pertinentes hicieron lo que tenía que hacer y los pequeños dioses de esta ciudad cumplieron: Amaneció nublado, no se despejó, llovió hasta exactamente las dos y cuarto de la tarde. Después hubo un día esplendoroso.

Hoy, a sabiendas que hacía un calor horrible, crucé los dedos y esperé que, dentro de mi semana acá, me tocara al menos una microminitormenta, para alegrarme la vida.

Me esperaba al bajar del avión.
Ni el granizo destructor, ni el monzón que corta todo. Lo justo para bajar las temperaturas de aquí al jueves al menos. Y para darme la bienvenida.


Ahora me voy a dormir, porque el dolor de cabeza me persigue. El router rechaza a mi computador, pero me puedo conectar por cable. Mejor así, la experiencia del viaje dilatado.


Aunque tengo el servicio de roaming activado.

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