jueves, 11 de noviembre de 2010

Nosotros, los lectores.

Nosotros, los lectores, y en particular los que tenemos el gusto por ese particular tipo de lectura que algunos llaman escritura, tendemos a crear sentido en espacios particularmente pequeños. Si la totalidad de la existencia humana está cubierta o quizás definida por nuestra capacidad para encontrarle sentido a una existencia que de por sí no lo tiene, nosotros los lectores vamos y hacemos que más cosas tengan más sentidos aún más imposibles. Y es una delicia.

Hay días en que me levanto un tanto acomplejado de la total libertad que tenemos para hacer lecturas, sobre todo cuando van aparejadas de consecuencias tangibles. Cuando las ideas cruzan hacia el mundo físico tridimensional hay ciertas consideraciones que deben ser respetadas, yo siento. Así, pataleo contra la academia y sus lecturas estiradas y forzadas, aún cuando a veces soy el mejor de todos para el estiramiento y el forcejeo. Otros días, como ayer, cuando por esas cosas medio mágico-pixie-faerie de la internet me llegó el link que motiva este post, me alegro de encontrarme con una buena lectura.
Margaret Drabble lee uno de los últimos autorretratos de Van Gogh. Vaya, escúchela, yo voy a seguir acá cuando a la vuelta. Si no entiende el idioma, escríbame a cartasaleo/arroba/gmail.com y yo le hago llegar una transcripción traducida. Después, quizás quiera seguir leyendo este post.

Mi relación con Van Gogh es larga y medio indatable. No me acuerdo de qué tan chico era la primera vez que escuché a Don MacLean cantando Starry Night, pero si tengo claro que esa fue la vez que el pintor holandés entro en mi conciencia. Lo suficiente para que a los ocho años me encontrara con una biografía que mi mamá leía ese verano, préstamo de alguien más, alguien a quien hubo que devolverle el libro después, cuando yo ya lo había leído y releído, como era mi costumbre de la época. Ahí supe de Tolouse-Lautrec, de Gauguin, de Theo y de tantos otros. Recuerdo poco de Van Gogh mismo, poco más que la sensación de incomprensión y la sensación personal de leer con el libro en el piso, tumbado en la cama, el mentón y a veces los dientes apoyados en el borde de esta. Recuerdo que me dio pena y alegría y recuerdo que lo que más me gustó eran todos esos conceptos nuevos que estaban ahí, en mi vida, gracias a él. Pinturas en carbón, estudios, prostitutas, borrachos, Paris, Holanda.
Me iba a volver a encontrar con él, tiempo después. Este año, de hecho, aunque no lo parezca. En su versión para todo público en el décimo capítulo de esta temporada del Doctor Who. Para todo público quiere decir con sus dos orejas, sin tanta puta ni tanta cosa. Sin pintores enanos, tampoco, aunque eso no sería nada. Sí con su bipolaridad tremenda, con la ilustración perfecta de lo que es no tener fuerzas para salir de la cama y sentir el peso del universo entero sobre uno y a los dos minutos estar de lo mejor.
Nos cambia la vida, Vincent. Nuestra existencia deforma el universo.
La nuestra, la de nosotros los lectores, claro.

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