Yo estaba en una tienda el otro día (¿ayer?), todavía con el regocijo de re-conocer la ciudad ahora más cubierta por la nieve, deleitarme descubriendo qué canales están con su torrente congelado y dónde exactamente es que se quiebra el hielo en el río. En la tienda sonaban los villancicos de rigor para la época, en distintas versiones; así se separan los estilos y uno termina escuchando el mismo corpus fundamental de quince o veinte canciones a lo largo del día de maneras bien diversas: las cantadas por Andrea Boccelli y amigos, las cantadas por Ella Fitzgerald, las cantadas por Elvis y así. Cada una trae una carga especial y he llegado al punto en que me importa más la interpretación que el villancico en sí: sufro un poco con las de Boccelli, me gustan todas las de Ella y a Elvis lo paso en dos de cada tres. Pero estas canciones no me llevan a ningún lugar tan lejano en el tiempo, habiendo crecido medio ajeno a la fiesta navideña, la verdad sea dicha. No fue sino hasta hace dos años atrás que logré, muy de la mano de mi conviviente de ese entonces, empaparme un poco del espíritu de la época, ya fuera mediante canciones, películas o actividades como la construcción del propio árbol de pascua o la manefactura de la propia tarjeta (virtual, al menos ¿se acuerda? el año pasado no hubo y espero desocuparme a tiempo este año del último paper para poder hacer otra. Detalles más adelante). Por lo mismo, todas las referencias tienden a resbalarme un poco, ya que no es tan distinto [El Autor] de este texto en 2010 a [El Autor] de este texto en 2008. Lo es, ciertísimamente, pero no tanto-tanto. O al menos no tanto en comparación a otros períodos, dado que la cultura navideña no me lleva en caso alguna a la infancia. Si escucho el tamborilero, pienso en la versión del coro municipal de mimos de 31 minutos y me sonrío profundo, nada más. Pero yo estaba en una tienda, al principio de este párrafo...
Yo estaba en una tienda, al principio del párrafo anterior, y sonaban los villancicos de rigor. Era una de esas tiendas donde suenan distintas versiones más que la lista de un disco en particular y ya había sonado Elvis y alguien más mientras yo me daba vueltas por aquí y por allá. Estaba frente a un aparador con muchas cosas pequeñas cuando empezó a sonar una canción, instrumental, suavecita, seguida de un coro también suave. Y de repente, en el espacio entre un segundo y otro, no estaba más en la tienda, sino que tenía siete años y me despertaba temprano para ir a la pieza de mis papás, donde estaba el televisor en color y comía mi desayuno, que era una leche con chocolate y huevo a la copa, viendo el inicio de transmisiones del 13, sus documentales y después los dibujos que tocaran, y por qué es que daban tan a destiempo los especiales de Charlie Brown. Dadas las limitaciones en la programación infantil del canal del angelito, los personajes de Schultz se lograron escapar de mi rótulo de "navideño" por esos años y se las ingeniaron para quedarse ahí, viviendo en algún lugar de mi memoria, atravesando en una melodía simple un espacio de tiempo medible en décadas.
Para cuando me percaté que se me humedecían los ojos, habían pasado cinco segundos y yo seguía frente al escaparate pequeño, mirando hacia la calle, o al menos con la mirada enfocada hacia allá.
El pronóstico del tiempo dice que el martes nos va a nevar, qué mejor momento para salir a buscar la imagen precisa para la tarjeta de este año...
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